1/11/10

Política y participación: ¿qué fue el "que se vayan todos"?


La mala memoria -o la mala intención- hacen imperioso repasar el sentido sociopolítico de los hechos ocurridos a partir del 19 y 20 de diciembre de 2001 en todos los barrios porteños, y en cada rincón del país, al grito del "que se vayan todos".
Porque ahora parece que fue el fallecido ex presidente Néstor Kirchner el que nos sacó de aquel "infierno" que significaba la gente en la calle auscultando, reclamando y exigiendo -hasta con propuestas por escrito- al poder, casi poniendo en cuestión el artículo 22 de nuestra Carta Magna ("El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes").
Los medios y los políticos -que se quedaron- parecen tener un especial interés en vaciar primero, y resignificar luego, aquellos sucesos que representaron un "click" en la mentalidad ciudadana argentina y no un "momento de anomia y despolitización", como se pretende ahora casi al unísono.
Por ello hoy quisiera reflotar algunos fragmentos de un artículo que escribí hace un tiempo sobre el tema: para recordar qué "vino" con el "que se vayan todos", y cómo reaccionó ante ello la dirigencia política.


Nueva ciudadanía versus vieja política

Los acontecimientos ocurridos el 19 y 20 de diciembre de 2001, que pusieron en estado de asamblea popular permanente a cada uno de los barrios y ciudades del país, constituyeron, sin duda, un nuevo envión para las nuevas formas de protagonismo social. Aquello fue (y es) tan poco comprendido que hasta algunos intelectuales biempensantes empezaron a hablar, por entonces, de la “disolución de la Argentina como país”. Pero lo cierto es que, al mismo tiempo que el colapso institucional ponía en evidencia la fatiga del sistema político representativo, las asambleas barriales volvían a expresar, como años atrás lo habían hecho los piqueteros, la capacidad de autoorganización de distintos sectores de la sociedad, de construir y de regenerar lazos sociales por fuera de las instituciones, muchas veces barriales, más centrados en lo local, en la confianza y en el vínculo personal para hacer frente a problemas sociales concretos y acuciantes, otorgándoles así mayor preeminencia a las prácticas democráticas (y solidarias) que a los discursos.

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El verbo constitucional “peticionar” parece haber perdido vigencia a manos del más imperativo “exigir” a las autoridades, como lo muestran las demandas de la Asamblea Ambiental de Gualeguaychú en la resolución del conocido conflicto por la instalación de las papeleras en Uruguay. Piquete y asamblea: aquella síntesis que se instaló con fuerza luego de diciembre de 2001, y que meses más tarde muchos se apresuraban a dar por muerta, reaparecía pocos años después con todo su vigor como forma política de reclamar.

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En otro orden de cosas, vecinos de distintos municipios de la provincia de Buenos Aires impulsan iniciativas –actualmente en estudio por una comisión bicameral bonaerense– para crear nuevos partidos, más pequeños, y así lograr una mejor gestión con mayor control y participación ciudadana. Aunque su aplicación lleva años en mora, la Ciudad de Buenos Aires ya había hecho punta con esta idea (ver “La participación en la Ciudad…”).
Estos son sólo algunos ejemplos, entre tantos que existen en todo el país, de ciudadanos que optan por la acción directa y por ponerle el cuerpo a la práctica política. Ejemplos que ya forman parte de nuestra vida cotidiana y que parecen demostrar que la política ha dejado de ser patrimonio exclusivo de los políticos.


La participación en la Ciudad, bien gracias
“Participación”, reclaman los ciudadanos por aquí, allá y acullá. Y “participación”, previsiblemente, es la respuesta que se apuran a ofrecer los políticos cuando los ciudadanos se movilizan. Diciembre de 2001 marca, ciertamente, un pico de efervescencia social y ciudadana en todo el país. Los vecinos de la Ciudad de Buenos Aires no serían la excepción. Al calor del bullicio “cacerolero”, los vecinos porteños comienzan a reunirse para expresar no sólo su malestar sino también sus opiniones políticas, las que muchas veces se irán enriqueciendo hasta generar una iniciativa ante el Estado. “Participación”, entonces, es la palabra mentada desde las esferas institucionales para dar cauce a las inquietudes ciudadanas. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de “participación”? Dos ejemplos, la implementación de las Comunas y las dificultades sufridas por algunas experiencias participativas en materia de salud nos hablan de la distancia existente entre un discurso políticamente correcto y prácticas que son una clara muestra de la persistencia de la vieja política.
Para ponerse a tono con los tiempos democráticos que corren, la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires de 199 6 creó, entre varias figuras novedosas e innovadoras, la de las “Comunas”, que dividen la Ciudad en quince “unidades de gestión política y administrativa” descentralizadas, con competencia territorial, patrimonio y personería jurídica propios.
Las Comunas tendrán por objeto, entre otras cosas, según reza la Ley Orgánica de Comunas (Ley 1777 ), sancionada por la Legislatura Porteña el 1 de septiembre de 2005, “promover la descentralización”, “facilitar la participación de la ciudadanía en el proceso de toma de decisiones y en el control de los asuntos públicos”, “promover el desarrollo de mecanismos de democracia directa” y “consolidar la cultura democrática participativa”. Pero por cuestiones de arquitectura legal, de infraestructura, y hasta de límites no resueltos por la Ley 1777 (saldados tan sólo hace un mes por la Justicia Electoral), el mandato constitucional de crear las Comunas para dar vida a una “democracia participativa” ya lleva diez años sin aplicarse plenamente.
“Las Comunas son la vía más idónea para que los porteños abandonemos el ‘no te metás’ y empecemos a ser protagonistas de verdad en la construcción de nuestro barrio”, se entusiasma Ricardo, peluquero, vecino de Villa Urquiza y miembro de esa asamblea barrial, que participó hasta hace poco de las charlas para implementar la transición hacia las Comunas, que realizan funcionarios de la Ciudad con ciudadanos porteños en el Bar América (Córdoba 1811) todos los lunes a las 19.
Carlos Wilkinson, miembro de la Red de Vecinos de Buenos Aires, también aplaude la Ley de Comunas pero tiene sus dudas. “Que el presupuesto inicial a repartirse sea del cinco por ciento del presupuesto de la Ciudad deja muy poca capacidad de decisión política a la Comuna. De modo que, sin presupuesto, no se puede hablar de una auténtica participación”, sostiene.

En el mismo sentido, el sociólogo Emilio Pauselli (UBA) piensa que la mayor energía puesta en juego desde la sociedad a partir del 2001 “se verá obstaculizada por unas prácticas políticas que entienden que la participación no controlada es riesgosa, que una cosa es ‘opinar’ y otra ‘decidir’”. En efecto, para Pauselli, el “que se vayan todos” surgido de las asambleas expresa, en verdad, el proceso de transformación de “la relación entre la sociedad en general y el subsistema político en particular y no si quienes participan y conducen el subsistema político se quedan o se van”. Lo que el espíritu asambleario muestra son las ganas no sólo de involucrarse sino de decidir que tiene la nueva ciudadanía. Por ello suelen fracasar los proyectos participativos gubernamentales, porque “no se orientan a favorecer un protagonismo ciudadano reconstituyente”, como advierte Pauselli, “sino a reproducir y mantener el estado social de disgregación, mediante su dependencia de la clase política, reproduciendo el paradigma de relaciones establecido”.
La disminución de asistentes que desde 2002 viene sufriendo, año tras año, el Presupuesto Participativo porteño es otro claro ejemplo de que los ciudadanos no están dispuestos a hacer como que juegan a la participación.
La salud es otro ítem que también muestra que del dicho al hecho hay mucho trecho en materia de participación. La socióloga Grisel Adissi (UBA), que estudió las características de dicha temática en los sectores más postergados de la Ciudad, comienza por establecer una distinción semántica importante: los movimientos sociales que se conforman para resolver cuestiones vinculadas con la salud no entienden la “participación” en términos de presentarse en el espacio público, debatir y demás, sino, de modo más apremiante, como “ayuda mutua”, la cual “abarca desde diferentes formas de conseguir medicamentos (cuotas solidarias para solventar compras, donaciones) hasta otras estrategias más puntuales de resolución”, muchas veces sin referencia alguna al Estado. Así, estos movimientos, “que se plantean a sí mismos como autónomos, se remiten a redes más polimorfas de solidaridades obtenidas por su lucha”.
En este caso también se ve la impronta de los acontecimientos de diciembre de 2001. Las asambleas barriales, reunidas en la Interbarrial de Parque Centenario, generaron por entonces una instancia respecto a este problema, Intersalud, que comenzó a funcionar como intento de articulación de demandas de diversos tipos, que se fueron plasmando en una serie de “puntos” solicitados hacia el gobierno porteño a través de petitorios, elevación de informes y denuncias, y reuniones con funcionarios, apoyados siempre con “medidas de fuerzas” tales como actos, concentraciones, marchas, tomas de hospitales, etc. Adissi destaca que “las veces que las acciones con lógica de ciudadanía dependían del diálogo con el gobierno, fueron obstaculizadas de manera sistemática”.
Y pese a seguir los canales que el Estado mismo pone a disposición de la participación ciudadana, como la Defensoría de la Ciudad, no obtuvieron respuesta.
Pero lo importante para Adissi es que, a través de estas prácticas, “los movimientos sociales involucrados amplían el espacio público-político, cuestionando de hecho el monopolio del hacer político por parte de las instituciones y de los ‘políticos profesionales’”.
Sin embargo, en términos estrictamente institucionales, la socióloga destaca que “la influencia de los movimientos sociales en la configuración de la política pública, al menos en lo que a Salud respecta, se encuentra lejos de tener lugar por canales aceitados e impulsados desde el gobierno, contrariamente a lo proclamado”. En palabras de Pauselli, “los espacios participativos se construyen desde la oferta de los gobiernos y resultan bastante impermeables a las demandas de los participantes en cuanto éstas no son funcionales o sólo son distintas a las preformateadas”.
Los gobiernos no sólo deberían atender sino también estimular la participación de los movimientos sociales y ciudadanos, pues, como enfatiza Adissi, “son la forma más genuina de expresión popular”.
Pero, para que eso sea posible, hace falta un Estado fuerte, lo que no se contradice con la idea de democracia plural y participativa. Y aún con sus vaivenes, con las broncas espasmódicas, las desilusiones y las esperanzas que la nueva ciudadanía despierta, mal que les pese a los defensores de la vieja política, la sociedad está empezando a demostrar con vigor e imaginación que todavía tiene mucho que decir sobre ello.

Pueden leer mi artículo completo en el Boletín N° 23 de la Academia Nacional de Periodismo.

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