22/11/10

Felisberto Hernández, el recordador


En el día de la música, otra nota vieja de un servidor en clave de pseudo crítica literaria -siempre poco exhaustiva y muy antojadiza- sobre un escritor bien musical: Felisberto Hernández.

AGARRAR EL TIEMPO POR LA COLA

El escritor y pianista uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) escribió sus relatos como si se tratara de música. Tal vez por eso dijo alguna vez que sus cuentos fueron escritos “para ser contados en voz alta”.

En sus primeros cuentos, enteramente autobiográficos, sus palabras funcionan como notas musicales. En ocasiones dirige la orquesta que ejecuta la partitura de sus recuerdos. Es decir, interpreta cabalmente lo escrito en ella -lo vivido en su Montevideo natal-; a veces se permite improvisar: reflexionar sobre los recuerdos, adornarlos, modificarlos con el fin de embellecerlos. Pero no para los ojos de los demás, sino para sí mismo: como sucede con las melodías, es un fortuito accidente que el oyente goce con esas notas, incluso puede gozar dándole un sentido diferente que el concedido por el autor.

De igual modo que el seductor de Kierkegaard, Felisberto goza con recordar el pasado, esto es, con traerlo al presente. A tal punto que, en el sumun, el esteta confunde el pasado con la realidad del presente, como ocurre en El caballo perdido.

Hay elementos que, por la fuerza de su inercia, emergen y persisten en los relatos de Felisberto. Y no es necesario conocer su biografía para saber que no sólo se narra a sí mismo, sino que también se busca en recuerdos cuyos protagonistas fueron objetos, él u otras personas, pero siempre su propia vida.

Ciertos pasajes de sus dos relatos largos (Por los tiempos de Clemente Colling -1942- y El caballo perdido -1943) nos permiten colegir que Felisberto era un escrutador de espíritus, que iba tras “los rastros de sus secretos”; buscaba descubrir engaños, ejercitando un ingenuo y pueril instinto de conservación mezclado con una obsesiva e incontenible curiosidad. Intentaba desentrañar misterios que él mismo creaba en torno de las cosas.

Mas en medio de su actividad detectivesca descubre con pavor que ya no es el mismo, y que los misterios que forman parte de sus recuerdos ya no le pertenecen o que, más desesperante aún, le pertenecen pero no puede verlos, no puede sentirlos. Aquel enigmático caballo perdido se vuelve insulso. Ha perdido la inocencia, y con ella se fueron los misterios de los recuerdos.

El personaje-actor de los recuerdos se transforma en su propio lector. Pierde así el valor más alto que persigue: el placer estético de recordar placeres pasados, de “agarrar el tiempo por la cola”, diría Antoine Roquentin.

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